Aquellos antiguos reyes de la feria
Ir a la Feria del Libro de Madrid daba una pátina de cultura, de pronto se puso de moda y desde entonces no ha dejado de crecer

Antiguamente, la Feria del Libro de Madrid se celebraba en el paseo de Recoletos, pero el aumento progresivo de editores, libreros y, por tanto, de lectores comenzó a desbordar aquel espacio y obligó a llevarla al parque del Retiro junto a la casa de fieras. Fue en el año 1967. El cambio tuvo muchos detractores que no imaginaban que los libros tuvieran suficiente magnetismo como para atraer a los lectores a un lugar tan apartado. El éxito sorprendió a todos los profesionales del ramo. De pronto el público comenzó a invadir aquel espacio donde los libros daban ocasión para un agradable paseo por ese magnífico jardín. Los libros se convirtieron en un bien fungible con los árboles y las flores, con el sol de mayo y las sombras agradables que suavizaban el primer calor del verano. Ir a la feria del libro daba una pátina de cultura. De pronto se puso de moda y desde entonces no ha dejado de crecer.
Era aquel tiempo de la primera expansión económica en que se construían nuevos pisos y en el salón-estar-comedor siempre quedaba una pared donde se podía poner una estantería. Los ebanistas entraron en acción. De hecho, fue el gremio que más contribuyó al desarrollo de la industria editorial. Los ebanistas comenzaron a cubrir las paredes con anaqueles que había que llenar de libros y fascículos separados por la figura de porcelana de una bailarina o un ciervo de Lladró. La gente compraba enciclopedias a plazos y el lomo de los volúmenes lucía variados colores, verde, rojos, azul, que cubría todas las posibilidades para hacer juego con el sofá. Franco fue tal vez el único jefe de Estado en el mundo que nunca posó para un retrato al óleo con un libro en la mano, pero los tiempos estaban cambiando.
Ese año de 1967 presenté en el Retiro mi premio Alfaguara, que acaba de ganar, patrocinado por la editorial comandada Camilo José Cela y sus hermanos. Su caseta estaba muy cerca del zoo que nos hacía llegar hasta las últimas novedades, en la que estaba mi novela, el olor ácido de los monos unido al hedor que emanaban los leones. Recuerdo que un grupo de chavales acababa de abandonar la casa de las fieras y uno llevaba un cucurucho de cacahuetes que optó por tirarme un puñado como si se tratara de uno de tantos monos que se exhibía en una caseta. Fue el primer reconocimiento que obtuve de mi vida literaria. Por otro lado, no era costumbre que los escritores firmaran sus libros. Fue una moda que se fue imponiendo con los años hasta convertirse en una carrera de caballos, un festival de egos porque había un jurado que al final proclamaba quién había sido el rey de la feria.
Recuerdo que unos de los reyes de entonces era José María Gironella con su novela Los cipreses creen en Dios, un éxito que repitió años después con la novela Un millón de muertos, que hablaba como entonces se podía de la guerra civil. Poco después lo sustituyó en la carrera el cura jesuita Martín Vigil, que escribía libros para jóvenes. Luego aparecía por allí Álvaro de Laiglesia, con su blazer azul, botonadura plateada, jersey de cuello alto, pantalones de franela y zapatos italianos. Era realmente la imagen del triunfador. Sus libros de humor, bajo el sustento de la revista La Codorniz, arrasaban por el desenfado y cierta medida y controlada irreverencia del chico de Serrano, que sabía que nunca le iba a pasar nada.

Con los años, ya en su declive, un día me acerqué a su caseta y al ver que su cola de iradoras era muy inferior a la que se había establecido frente a la que firmaba el doctor Barnard, el famoso cirujano que realizó el primer trasplante corazón, se lo hice saber: “Álvaro, ese cirujano firma más que tú”. Y Álvaro me contestó. “Pero no he tenido necesidad de matar a nadie”.
A continuación, el trono fue ocupado durante varios años por Antonio Gala, y al final de la era analógica estaba de reina la infalible Carmen Martín Gaite con los rizos bajo la boina. Después llegaron los escritores mediáticos. Tal vez el récord de firmas los ostentaban los libros de autoayuda, los de recetas culinarias para adelgazar, los de algún violador regenerado, los de un místico oriental nacido en la Alpujarra que había descubierto cien maneras de ser feliz.
Hace ya muchos años, cuando la feria del libro de Madrid no había sido invadida todavía por los extraterrestres digitales y reinaba en el Retiro la magia del mundo analógico, en una caseta firmaban al alimón Ernesto Sabato y Jorge Luis Borges, dos argentinos de los grandes, cada uno sometiendo a su ego con la brida para que no se desbocara. Por supuesto, frente a la caseta se estableció una cola que se perdía de vista. Estuvieron firmando mañana y tarde sin parar durante los fines de semana. Al llegar al final casi extenuado. Borges le dijo a Sabato: “Querido Ernesto, ¿imaginas lo que valdrán el día de mañana nuestros libros que no estén firmados?”.
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