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Saberes amenazantes

Cuanta menos información veraz tenga la gente, mayor será la impunidad de los poderosos

Saberes amenazantes. Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina

Este hombre de la foto no tiene aspecto de ser una amenaza para nadie. Es de esas personas en las que la calvicie parece una condición natural, más que un infortunio o un signo de declive. Es una calva sólida, de firme osamenta, complementada por unas gafas austeras, sin el menor rastro de coquetería, o de esa modernidad que establecieron en los años ochenta arquitectos y diseñadores, los cuales proclamaban por el color o la forma chocante de sus gafas el grado de su talento, no siempre corroborado luego por la originalidad de sus obras. En un mundo en el que tanta gente exhibe un empeño narcisista de singularidad, cuyo paradójico resultado es la monótona repetición de lo mismo, este hombre da la impresión de un impulso contrario y ya muy anticuado, el de no llamar la atención, con su cara tan común, su calva, sus gafas, su camisa azul discreta, la mochila con la que carga, que según se ve es una mochila con cierto peso, sin duda el de los informes y estudios que transporta en ella, y en los que se sustenta como un sillar de granito la declaración que ha hecho o está a punto de hacer.

Porque este hombre al que no recordarías si te lo cruzaras por la calle, pero en el que confiarías de manera instintiva si dependieras de él en un asunto grave —si fuera tu asesor fiscal, tu abogado, el médico que te recibe en la consulta—, José Ángel Núñez, fue a declarar en otro día al juzgado de Catarroja, en Valencia, no con el propósito de eludir una responsabilidad, ni de sembrar confusión, sino de establecer en lo posible la realidad de los hechos y de las omisiones que provocaron el 29 de octubre del año pasado la mayor mortandad por una catástrofe natural que se ha registrado en nuestro país en más de medio siglo. La política española es una picadora envilecida y envilecedora de escándalos verdaderos y escándalos artificiales y bien escenificados que lo convierte todo en una pulpa tóxica donde la realidad deja de existir, y donde cada nuevo abuso desaloja del presente y condena a la indiferencia y el olvido los abusos anteriores. Las zonas devastadas de Valencia se van recuperando con una lentitud intolerable, y el sufrimiento de los que sobreviven se alejaría de la actualidad tan rápidamente como los nombres y la memoria de los muertos, si no fuera por el activismo heroico de sus familiares y por una tradición valenciana de resistencia cívica que parece tan arraigada como el impulso festivo. Pero el suministro de carnaza política es tan abrumador, y tan continuo que se lo lleva todo por delante, y lo mismo que los corruptos confesos y convictos distraen su culpa acusando a otros de corrupción, los responsables directos del desastre de Valencia adoptan un aire de dignidad agraviada y confían en la confusión y en el simple paso del tiempo para no responder de una incompetencia en la que hay mucho de literalmente criminal.

Es entonces cuando aparece el hombre de la foto, con su cara tranquila y su comedida informalidad para presentarse en el juzgado, camisa y pantalón de diario y no chaqueta ni corbata, mochila en la mano, y no a la espalda, quizás por el peso de tanta evidencia, que equivale con bastante precisión al peso de la culpa de la que otros se quieren escabullir. Este hombre, José Ángel Núñez, se halla en posesión de un arma temible: el conocimiento de las cosas, en un campo con pocas posibilidades de estrellato académico o intelectual, la geografía. Desde los años en que yo la estudié en la universidad, con menos ahínco del que hubiera debido, la geografía sufrió un desprestigio que quizás fue dañino, sobre todo en la educación primaria y media. Para los triunfales psicopedagogos, el pecado de la geografía era que apenas podía enseñarse por experiencia directa. Es verdad que uno difícilmente podrá tener la experiencia inmediata de la Amazonia o del desierto de Gobi, pero la imaginación humana y la capacidad de aprender permiten que se comprenda lo inaccesible y lo muy lejano. La geografía se fue encogiendo a medida que encogían también las ambiciones de la enseñanza, víctimas de una propensión a la estrechez comarcal propalada con la misma devoción por todos los partidos políticos. Y todo eso formaba y tristemente forma parte del gran descrédito del conocimiento que es una desgracia secular de la vida española. Cuanta menos información veraz tenga la gente, y menos herramientas intelectuales para comprender y juzgar, mayor impunidad podrán disfrutar los que llegan al poder sin más mérito que el medro político, y más demoledora será la victoria de los señores feudales del dinero.

José Ángel Núñez, geógrafo y profesor con más de 40 años de experiencia, es jefe de climatología en la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) de la Comunidad Valenciana. Lo han llamado a declarar al juzgado y ha contado lo que ha visto y lo que sabe con una claridad de científico que comprende que una parte de su deber es explicar a la ciudadanía, en el lenguaje de todos, la naturaleza de los acontecimientos climáticos excepcionales, y evaluar el modo en que las instituciones respondieron o no a ellos, y en qué medida hubieran podido preverse, evitarse o al menos reducirse sus consecuencias pavorosas. Apelando a su libreta de notas, Núñez enumeró desde los primeros indicios muy anticipados de lo que se avecinaba, nueve días atrás, hasta los avisos cada vez más perentorios que fue enviando a las autoridades. En España casi todos los hechos se pierden en una niebla de palabrería, una cacofonía de vivas y mueras, adhesiones y rechazos, opiniones enconadas y sin fundamento alguno. El relato de Núñez es de una concisión estremecedora: “El jueves 24 ya se especificó que las zonas afectadas serían el área mediterránea, de la Comunidad Valenciana y Murcia (…) El viernes 25 se hizo una predicción más específica: a partir de mañana se va a ir descolgando una dana de Norte a Sur”. Como en un sueño, la ola iba creciendo y se aproximaba y el testigo que la veía venir se quedaba paralizado, y cuando alzaba la voz sentía que no lo escuchaba nadie, como si no llegara a salir de su garganta. La noche antes dice que apenas durmió, le ha contado a Joaquín Gil, “porque sabía que algo gordo iba a suceder”. Cuando ya se había desencadenado el desastre, en la mañana misma del día de la tromba, la cara tranquila de Núñez debió de palidecer cuando vio que el presidente de la Generalitat valenciana, ignorando por igual el conocimiento y la prudencia, aunque quizás no la codicia de los empresarios de la hostelería en vísperas de un largo y próspero fin de semana, declaró que no había el menor peligro, porque el temporal, variaba servicialmente su trayecto y se iba hacia la serranía de Cuenca.

Como científico y servidor público, José Ángel Núñez mide a conciencia sus palabras, pero no se muerde la lengua. Forma parte, no sé si a conciencia, de esa internacional de personas muy formadas y con mucha experiencia que saben lo que hacen y que se han convertido en el mayor peligro, el más temible enemigo para los sátrapas y los demagogos de la política, los beneficiarios de la ignorancia colectiva: en Estados Unidos, las purgas no son por ahora de disidentes políticos, sino de técnicos y expertos de la istración federal, de las grandes agencias de salud, medio ambiente, educación, investigación científica. Gracias a gente como José Ángel Núñez sabemos ahora, paso a paso, casi minuto a minuto, cómo y dónde y cuándo se originó la tormenta arrasadora de Valencia. Pero con todos los conocimientos y los sistemas de rastreo tecnológico de los que disponemos sigue sin saberse qué hacía durante las peores horas del desastre ese hombre embustero y huidizo de hombros encogidos al que le correspondía la máxima responsabilidad en remediarlo.

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