México: el riesgo de una justicia plebiscitaria
No hay justicia independiente si el sistema de selección y nombramiento de jueces no es adecuado, objetivo y razonable


El proceso electoral celebrado el pasado domingo en México —en el que se eligieron por “voto popular” casi 900 jueces federales, incluidos los integrantes de la Suprema Corte, y más de 1.800 cargos judiciales locales— no solo marca un precedente inédito a escala global. De hecho, parece “inaugurar” un camino riesgoso bajo una cobertura con sonido democrático: la transformación de la justicia en un campo abierto de disputa política directa. Con todo lo que eso puede significar: campañas electorales, dinero para “bancarlas”, favores políticos ofertados …y demás.
La independencia judicial en riesgo
Defendido por el oficialismo como un avance democrático y una herramienta para combatir la corrupción y la impunidad, este nuevo mecanismo de selección/designación elección de jueces compromete seriamente un principio esencial del Estado de derecho: la independencia judicial. Al convertir a jueces y magistrados en candidatos, se abre la puerta a lógicas ajenas a su función: campañas, financiamiento, compromisos, afinidades ideológicas y exposición mediática.
En otras palabras, se traslada al ámbito judicial las dinámicas propias del campo político-electoral.
Algo que es claro a partir de la experiencia universal: no hay justicia independiente si el sistema de selección y nombramiento de jueces no es adecuado, objetivo y razonable. Este principio, reafirmado por los estándares internacionales —desde la ONU hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos—, exige que el a la judicatura esté blindado frente a influencias externas. Especialmente del poder político y económico. Elegir jueces por sufragio popular no responde a esa lógica: al contrario, la contradice frontalmente.
La reciente experiencia mexicana ya ofrece síntomas preocupantes.
Solo el 13 % del electorado acudió a votar. Entre los ganadores figuran personas con evidentes vínculos con el partido gobernante. Algunos fueron asesores jurídicos del expresidente López Obrador; otros, actuales funcionarias o exdesignadas por el Ejecutivo. Aunque no todos tienen militancia partidaria formal, el perfil de varios revela sólidas afinidades ideológicas y redes de cercanía con el poder.
A ello se suma una irregularidad “procesal” -que, en realidad, es de fondo- especialmente alarmante: la distribución en la campaña y en el día de la votación de panfletos con los nombres de los candidatos judiciales respaldados informalmente por Morena. Aunque la ley prohíbe expresamente la promoción partidaria en estos comicios, el incidente muestra hasta qué punto los intereses políticos pueden infiltrarse —y contaminar— procesos que deberían ser estrictamente institucionales.
Que la propia presidenta Claudia Sheinbaum haya condenado el hecho no elimina su gravedad, ni disipa la sospecha de que esta reforma se diseñó, al menos en parte, para garantizar una Corte más afín al oficialismo. Ese es el curso de las cosas y el resultado objetivo de lo sucedido.
Experimentos que debilitan la independencia judicial
Varios países que han ensayado fórmulas similares han mostrado los riesgos inherentes de este modelo.
En algunos estados de Estados Unidos, donde los jueces son elegidos por voto popular, se han documentado casos en los que grandes intereses económicos financiaron campañas judiciales, generando dudas, posteriormente, sobre su imparcialidad a la hora de resolver.
En Bolivia, la introducción de elecciones judiciales -desde el 2011- no fortaleció la confianza en la justicia, sino que acentuó la percepción de captura institucional por parte del partido gobernante, pues la “selección” final de las candidaturas pasa allí por un filtro político. La baja participación, el desconocimiento ciudadano y la politización de los procesos han sido efectos constantes. Lejos de democratizar la justicia, estos experimentos han debilitado su autonomía.
Impacto en el constitucionalismo democrático: amenazado
Durante las últimas dos décadas, la Suprema Corte de Justicia de México ha sido reconocida, dentro y fuera del país, como un tribunal constitucional de referencia en América Latina.
Aun en contextos políticos complejos, logró afirmar una línea jurisprudencial autónoma frente al poder político, consolidando principios fundamentales como la defensa del debido proceso, la protección de los derechos fundamentales y la separación de poderes. En no pocas ocasiones, sus decisiones han frenado excesos del Ejecutivo y garantizando derechos a sectores vulnerables. Su papel, así, ha sido esencial para afirmar el constitucionalismo democrático en un entorno de desafíos persistentes a la institucionalidad.
Un ejemplo emblemático de esta función transformadora ha sido su temprana y sistemática incorporación del “control de convencionalidad”, doctrina central desarrollada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. México fue uno de los primeros países de la región en adoptar esta figura con seriedad. No como un gesto simbólico, sino como parte estructural de muchas de sus decisiones judiciales.
Gracias a este enfoque, jueces y tribunales del país asumieron la responsabilidad de interpretar la Constitución y las leyes a la luz de los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por el Estado, fortaleciendo, así, el anclaje interamericano del sistema legal mexicano dentro de las fronteras de Estados soberanos. Esta jurisprudencia, en más de una ocasión, ha servido de guía para otros tribunales constitucionales de América Latina.
Lo que está en juego: derechos fundamentales
Una elección popular puede sonar bien, pero no es garantía de imparcialidad ni de legitimidad. El voto popular, sin las salvaguardas necesarias, puede convertirse en un instrumento de manipulación si quienes compiten por el cargo dependen del respaldo de partidos o de grupos con capacidad de movilizar votantes. Así de simple y de obvio.
¿Qué ocurrirá cuando un juez que, por ejemplo, debe decidir en un caso de alto perfil político enfrente la presión de haber sido elegido por una maquinaria partidaria? ¿O cuando un magistrado deba resolver un conflicto que afecta a quienes financiaron su campaña? Estas no son preguntas teóricas. Son dilemas reales en cualquier país que confunda la legitimidad democrática con el control electoral de los jueces.
Lo que está en juego no es, pues, menor. La justicia cumple una función contramayoritaria: proteger derechos, controlar abusos del poder y aplicar la ley, incluso cuando eso incomoda a mayorías o gobiernos populares. Si sus integrantes deben someterse al escrutinio de esas mismas mayorías para alcanzar o mantener el cargo, su capacidad de ejercer ese control se reduce drásticamente.
La desconfianza ciudadana en la justicia no se resuelve debilitando su independencia, sino reforzando su integridad. Para ello existen mecanismos más sólidos y compatibles con el derecho internacional: concursos públicos de méritos, evaluaciones técnicas, designaciones colegiadas y procedimientos transparentes sin interferencia política.
Alarmas
Lo ocurrido en México debe encender alarmas. No solo en ese país, sino en toda la región. En tiempos de retrocesos democráticos y de fogosos apetitos de concentración de poder, convertir a la justicia en un botín más del ciclo electoral, puede parecer funcional para algunos gobiernos. Pero el costo institucional —para la libertad, los derechos y el equilibrio democrático— puede ser altísimo y, en algunos casos, irreversible.
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